
El partido comenzó en el comedor de mi casa. Sea yo un manojo de nervios en un desapacible mes de octubre. Entre la emoción y la ignorancia. Mis tan sólo 11 primaveras aguardaban en el balcón de mi casa esperando ver llegar el Ford Fiesta de mi padrino para ir al fútbol. Era mi primer partido del Mallorca. Mi primera vez. Con suma profesionalidad él, mi padrino, baja el volumen del radiocassette del coche para repasarme algunos de los nombres y dorsales del equipo y dándome cuatro indicaciones de lo que era ver un partido de fútbol allí, en el Sitjar. “Kike Burgos, Galca, Obiku, Valverde, …” murmuraba yo en voz baja como quien repasa la tabla de preposiciones en la escuela.; y dos serbios de impronunciable nombre que pasarían a la historia del conjunto barralet.
Parada obligatoria en uno de los bares de la zona, en los aledaños del Sitjar. Quedan 20 minutos. En la minicadena del bar el locutor de radio ya vaticina un partido para el recuerdo. Paquete de pipas y cojín en mano para unas gradas de cemento, pacientes hacemos la cola de mallorquinistas y amigos para entrar en el fondo norte. El vecindario, en chándal o en pijama, transistor en mano, se asoman a los balcones de sus casas desde los que se ve gran parte del estadio. Yo, que nunca he sido socio de la prudencia ni abonado de la memoria, reviso cientos de veces que tengo la entrada en el bolsillo de mi pantalón. El taquillero corta una esquina de una entrada que no conservo. Estamos dentro. Quedan 10 minutos. Que empiece el partido.
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